RETORNO A STARS HOLLOW
"Estamos
en un momento mágico, a punto de hacer las maletas. En menos de una
semana volveremos a Stars Hollow y todavía todo es posible. Antes de que
el asunto devenga en una sucesión de análisis cínicos sobre la
sobreexplotación de la nostalgia, las expectativas fracasadas o la
polimórfica maldición gitana que se ha cebado con el rostro de Scott Patterson… Hablemos del tema con sosiego. De Las chicas Gilmore.
De la serie como era, no como ansiamos que sea en su nuevo
advenimiento, ni de cómo debería conducirse esta nueva temporada,
cocinada casi una década después del acertado final.
Porque
aunque no lo crea, ahí fuera hay un montón de gente que aún no sabe
quiénes son Lorelai, Rory, Kirk o Sookie; y lo que es peor: no tienen ni
idea de la importancia capital del Maratón del Punto, el Festival de
las Pinturas Vivientes o de las cenas de los viernes. Si forma parte de
esa concurrencia, un aviso: quizás conserven un vago recuerdo de Las chicas Gilmore
de otra época pretérita (llamada «Cuando La 2 emitía series de culto
sin saberlo, y por eso las doblaba y reprogramaba sin pudor ni vergüenza
ninguna») que le ha llevado a manejar una idea equivocada. Recordará
una serie edulcorada, esnob, con unos personajes que hablan
teatralmente, con un filtro entre Crema y Clarendon. Olvídese: la paleta
de colores gilmoriana es mucho más Gingham.
Empecemos por lo sencillo. Por la alianza universal. Las chicas Gilmore
es la única producción que pone de acuerdo a todos sus seguidores, que
contestan al unísono a esa frecuente pregunta de por qué te fascina
tanto la serie / qué es lo que más te gusta de ella / por qué tengo que
verla. Respuesta: por sus diálogos. Ácidos, frescos, vertiginosos. Tan
brillantes que un simple copy&paste bastaría como prueba inapelable, demostración empírica que desbancaría cualquier otro argumento. Es una gran tentación.
Rory: Me gusta esta canción. Me pone triste.
Lane: ¿Triste tipo Joy Division? ¿O tipo Nick Cave, o Robert Smith?
Rory: Más bien tipo Johnny Cash.
Lane: ¿Tipo San Quintín? ¿Triste tipo «queda un largo camino a casa, y acaban de disparar a mi caballo, pero mi chica todavía está a mi lado»?
Rory: Has leído mi mente.
Lane: Yo estoy profundamente triste a lo Charlie Parker.
Lane: ¿Triste tipo Joy Division? ¿O tipo Nick Cave, o Robert Smith?
Rory: Más bien tipo Johnny Cash.
Lane: ¿Tipo San Quintín? ¿Triste tipo «queda un largo camino a casa, y acaban de disparar a mi caballo, pero mi chica todavía está a mi lado»?
Rory: Has leído mi mente.
Lane: Yo estoy profundamente triste a lo Charlie Parker.
(Intentaremos no abusar del recurso)
Así
que, si es usted un neófito, no se asuste: en esta serie hablan. Hablan
mucho. Sin parar. Una producción normal (capítulos de cuarenta y
cinco minutos) suele tener unas cuarenta y cinco o cincuenta páginas de
guion, y los capítulos de Las Chicas Gilmore sobrepasaban las ochenta. Supongo que alguien, en algún momento desde el año 2000, ya habrá acuñado eso de que «es como si El ala oeste de la Casa Blanca no se desarrollase en la Casa Blanca». Y estaba cargado de razón. Es un walk&talk rural algo más edulcorado.
No es el único paralelismo con la joya de Sorkin. Como ella, Las Chicas Gilmore
también crea un Camelot, un territorio idílico con absoluta ausencia de
hijos de puta, un paisaje aspiracional de lo que debería ser la vida en
un pequeño pueblo. Una utopía. Si El ala oeste propone cómo debería ser la política a través de una carta de amor a una política radicalmente noble, Las chicas Gilmore
plantea cómo deberían ser las relaciones a través de una idealización
de un lugar y sus gentes. Un pueblito llamado Stars Hollow, donde sus vecinos no se dan machetazos por las
lindes sino que tienen una vida cultural como de Soria neoyorkina. Tan
idílico como para no existir.
Pero
decir que no existe Stars Hollow es como decir que no existe Cicely. El
pueblo de Connecticut que no encontrarán en ningún mapa es un
territorio emocional. Allí es donde va a parar Lorelai Gilmore, una pija
embarazada de dieciséis años que se rebela contra unos padres estirados
que han diseñado su futuro con tiralíneas. Ella personificará el
epítome de la self-made woman, que cría sola a una hija que es un
prodigio de la inteligencia y el ingenio, y dirige un hotelito rural
que atesora las reservas de bonitez de medio planeta.
En
torno a ellas orbita el relato, una madre y una hija adolescente con
sus problemas comunes en un ambiente drásticamente fuera de lo común.
Son trabajadoras pero privilegiadas, cultas pero no repelentes (bueno,
no siempre), de placeres mundanos pero con aspiraciones elevadas, de
lengua afilada pero con nobles sentimientos, emocionales pero no ñoñas,
atractivas pero no pretenciosas. Y lo son todo el rato, en un ejercicio
de equilibrismo solo posible en la ficción, donde todos los defectos
pueden convertirse en algo adorable. No tiene sentido preguntarse si
soportaríamos a cualquiera de esos personajes en la vida real, porque
Lorelai y Rory son incompatibles con la realidad. Todo lo que pasa en Las chicas Gilmore es ciencia ficción emocional.
Los
conflictos que afrontan tampoco tienen nada de revolucionario. Las
tramas argumentales plantean cuestiones sobre las clases sociales, la
educación, la familia, el matrimonio, la adolescencia, la amistad o la
maternidad, todo desde un prisma absolutamente cotidiano. Pero no es
cine francés: no se trata de contar los problemas de la gente que no
tiene problemas. El capítulo piloto arranca con Lorelai y Rory yendo
como cada día al Café de Luke, y en menos de tres minutos ya se han
sucedido tres cosas que serán definitorias (y ya míticas) de la serie:
-Dos referencias culturales (A Jack Kerouac y West Side Story).
-Una problemática relación con la cafeína.
-El intercambio de roles entre madre e hija.
-La coña marinera y perspicaz que te puedes perder si parpadeas.
Vale,
son cuatro. Pero no atiendan a eso, fíjense en otra cosa: ninguna de
ellas es tensión romántica. Y eso, para una serie fundamentalmente
emocional, es casi una blasfemia. Por supuesto que las relaciones
amorosas ocupan un espacio considerable, pero no capital. De hecho, el
primer beso entre los dos principales personajes tarda cinco temporadas
en producirse, así que paciencia a los ávidos de grandes epopeyas
romanticosas. En Stars Hollow son más de cocinar a fuego bajo.
Para
quien crea en la utilidad del test de Bechdel (no es el caso) eso ya
deja muchas pistas de por dónde van los tiros. Porque, efectivamente, Las chicas Gilmore
es una serie feminista. O más bien, Rory y Lorelai son feministas,
aunque durante siete temporadas no hace falta que manifiesten el palabro
más de una o dos veces para que sea algo evidente, natural y exento de
activismos. Como muestra, un recordatorio de ese capítulo en el que Rory
se plantea dudas respecto a su filiación porque le apetece cocinar para
su primer novio y es incapaz de discernir si eso traiciona sus valores.
Spoiler: ella acaba dándole (y dándonos) una lección de
feminismo con una soltura y desparpajo que bien podrían servir de
ejemplo… en general.
Muchos,
además, acusan a la serie de ser «femenina». Y sí, decimos «acusado» y
no «calificado», porque generalmente así es como suele utilizarse, con
la clara intención de etiquetarla de consumo no apto para seres humanos
con pene, a los que se prescribe una estampida testosterónica. Tampoco
vamos a perder el tiempo en semejante patraña, al menos hasta que
tengamos claro qué narices delimita los elementos del cine o las series
de sensibilidad «femenina», y pueda acotarse con precisión. La serie es
femenina en tanto en cuanto sus dos personajes protagonistas son
mujeres. Y si convertirlas a ellas en el centro del relato la convierte
en femenina, entonces, Las chicas Gilmore es una serie femenina. Quizás influya el hecho de que la directora sea una mujer (Amy Sherman Palladino) pero desconocemos si los capítulos de The Wire que dirigió Agnieszka Holland tuvieron algún tipo de sensibilidad especial.
Rory: [En la escuela] Se empeñaron en llamarme María.
Lorelai: ¿No me digas? Bueno… es increíble que sigan con eso.
Rory: ¿Por qué? ¿Qué significa?
Lorelai: María, como la Virgen María, significa que te ven buenecita.
Rory: ¿Es broma?
Lorelai: No.
Rory: ¿Y cómo me llamarían si fuera una puta?
Lorelai: Pues quizás le añadirían «Magdalena».
Rory: Vaya, insultos bíblicos, qué escuela tan avanzada.
Lorelai: ¿No me digas? Bueno… es increíble que sigan con eso.
Rory: ¿Por qué? ¿Qué significa?
Lorelai: María, como la Virgen María, significa que te ven buenecita.
Rory: ¿Es broma?
Lorelai: No.
Rory: ¿Y cómo me llamarían si fuera una puta?
Lorelai: Pues quizás le añadirían «Magdalena».
Rory: Vaya, insultos bíblicos, qué escuela tan avanzada.
Demografía de frenopático
¿Recuerdan aquellas comedias del Hollywood de Frank Capra,
con diálogos rápidos, personajes ingeniosos y una protagonista femenina
genuinamente peculiar? ¿Aquellas familias o pueblos excéntricos,
poblados de personajes entrañables y desequilibrados? Esa esencia
palpita en Stars Hollow y en todos sus habitantes, uno de los atractivos
más potentes de la serie. Rory y Lorelai vertebran la serie, pero la
verdadera grandeza es su interacción con los pueblerinos y pijazos que
viven en un otoño casi perpetuo.
El
paisanaje del lugar parece el resultado de haber dejado abierta la
puerta del frenopático. Desde el alcalde, que organiza juntas del pueblo
por las cuestiones más alocadas (como por quién tomará parte cada uno
en una ruptura), pasando por la antigua gloria del cabaret (Miss Patty) y
por supuesto, el indefinible y dulce Kirk (Sean Gunn, hermano exactamente de quien piensan),
al que solo pudo idear alguien encocado e histriónico. Sería tedioso
mencionarlos a todos, así que mezclen el absurdo con la genialidad, el
sarcasmo y algo de azúcar, y tendrán el censo de Stars Hollow: coreanas
ultraconservadoras y castradoras. Hijas que, hasta la fecha, han sido
las únicas mujeres en liderar una banda de rock siendo baterías. Cantautores indie en cada esquina a los que nadie presta atención. Recepcionistas franchutes estirados en plan maricamala simpaticona. Una Melissa McCarthy (antes de que Hollywood se rindiera al macarthismo),
bordando el papel de gorda graciosa y torpona. Y por supuesto, dentro
de esa burbuja pintoresca, ese destello humano llamado matrimonio
Gilmore, que consiguieron hacer como nadie mofa y befa del clasismo sin
alentar ninguna caza de brujas.
La
serie, durante sus años de emisión y especialmente en su década de
ausencia, ha creado un corpus mítico colosal. Se suceden las listas para
elegir cuál de todos los novios de Rory era el mejor (solución:
ninguno. Ni el paleto bonachón, el amargado émulo de Holden Caulfield ni
el que se escapó de Gossip Girl), investigaciones científicas ¿? sobre si el café de Luke realmente es el mejor de todos los tiempos, y una galería de memes y gifs como para dejar sin datos a Mark Zuckerberg.
Pero
la vertiente más curiosa no es esa, más o menos común a las series con
un gran predicamento. El año pasado la propia Rory Gilmore (no crean que
fue la actriz que la interpreta, Alexis Bledel, era Rory en su mismidad) acudió a la Casa Blanca para darle recomendaciones literarias a Michelle Obama en este simpático vídeo, Just a couple of girls talking about books, que además de una fantástica maniobra promocional evidencia a las bravas el calado de una de las cualidades inherentes de Las chicas Gilmore: el amor por la cultura. Ojo, por toda ella: la alta, la baja y la de en medio. Porque la pizza también es cultura.
Intelectual no es esnob, ni popular, cutre
Rory estaba hecha del material del que están fabricados quienes firman en el New Yorker.
Una Lisa Simpson marisabidilla, brillante, tenaz, exigente, que
basculaba entre lo cursi y lo ocurrente. Una chica de quince años con
pósteres de Noam Chomsky y Dorothy Parker en su habitación, que a lo largo de siete temporadas aparecía leyendo esta extensa lista de libros:
trescientos cuarenta. Pero a la vez, una superdotada noble que (como la
serie misma) no se situaba en un plano superior por ello, y disfrutaba
lo mismo citando a Proust que viendo películas de Rob Schneider, o escuchando el pop machacón de la adolescencia noventera. (Y vestía como correspondía, por cierto).
Madre
e hija amaban los carbohidratos, la cafeína, los libros, las películas
malas y la frivolidad. Y nada lo encajaban en esa palurdez que
insistimos en denominar guilty pleasure. ¿Dónde está la culpabilidad en atiborrarse de pizza con realities o cine clásico (su metabolismo sí que era de ciencia ficción)? ¿En ordenar la discografía de Tom Waits en diferentes niveles de depresión? ¿En tener doce colores de lápiz labial y vívidos sueños húmedos con ese vestido? ¿En discutir sobre Gore Vidal y García Márquez
como si fueran dos colegas y no dos tótems intocables? ¿Qué pasa por
combinar chistes de caca con el más retorcido humor negro? ¿Por qué hay
que elegir entre ser frívolo, culto, superficial, inteligente, ilustrado
o mundano… cuando se puede ser todo a la vez?
Christopher: Así que, ¿merece la pena?
Lorelai: ¿Lo merece alguien?
Christopher: Bono, quizás. ¿Bryan Ferry?
Lorelai: Sé serio
Christopher: Un Tom Waits joven.
Lorelai: Ahí te acercas.
Christopher: ¿Cómo es?
Lorelai: Es genial.
Christopher: ¿Podrías ser un poco menos específica?
Lorelai: No sé. Es Max. Es genial.
Christopher: Vale, ¿cómo es su colección de discos?
Lorelai: ¡Oh, vamos, no lo juzgues por su colección de discos!
Christopher: ¿Jazz? ¿Clásica? ¿Cuál es su rollo?
Lorelai: Es algo así como una colección general.
Christopher: Oh, oh.
Lorelai: ¡Christopher!
Christopher: ¿Estamos hablando de una docena de bandas sonoras, algo de los Beatles, un Bob Dylan y algún recopilatorio de los cincuenta?
Lorelai: Te repito que no.
Christopher: ¿Alanis Morrisette?
Lorelai: ¡Ey, mucha gente adoraba su primer disco! Dale un respiro.
Christopher: ¿Dave Matthews?
Lorelai: Tiene un par de cosas decentes.
Christopher: ¿Buena Vista Social Club?
Lorelai: ¡Para ya!
Christopher: ¿Enya?
Lorelai: Voy a tener que pegarte.
Christopher: Estamos hablando por teléfono.
Lorelai: ¿Lo merece alguien?
Christopher: Bono, quizás. ¿Bryan Ferry?
Lorelai: Sé serio
Christopher: Un Tom Waits joven.
Lorelai: Ahí te acercas.
Christopher: ¿Cómo es?
Lorelai: Es genial.
Christopher: ¿Podrías ser un poco menos específica?
Lorelai: No sé. Es Max. Es genial.
Christopher: Vale, ¿cómo es su colección de discos?
Lorelai: ¡Oh, vamos, no lo juzgues por su colección de discos!
Christopher: ¿Jazz? ¿Clásica? ¿Cuál es su rollo?
Lorelai: Es algo así como una colección general.
Christopher: Oh, oh.
Lorelai: ¡Christopher!
Christopher: ¿Estamos hablando de una docena de bandas sonoras, algo de los Beatles, un Bob Dylan y algún recopilatorio de los cincuenta?
Lorelai: Te repito que no.
Christopher: ¿Alanis Morrisette?
Lorelai: ¡Ey, mucha gente adoraba su primer disco! Dale un respiro.
Christopher: ¿Dave Matthews?
Lorelai: Tiene un par de cosas decentes.
Christopher: ¿Buena Vista Social Club?
Lorelai: ¡Para ya!
Christopher: ¿Enya?
Lorelai: Voy a tener que pegarte.
Christopher: Estamos hablando por teléfono.
Las chicas Gilmore
no daba lecciones, ni expendía carnets de idoneidad intelectual.
Desperdigaba, como nadie ha vuelto a hacer después, referencias
culturales más pop junto a otras intelectuales, literarias o políticas. Y
nunca, nunca, estaban huecas. Las escribía gente que las conocía,
respetaba, veneraba y por eso las desacralizaba; no alguien tratando de
dárselas de listo porque ha buscado en wikifrases cuatro citas de P. G. Wodehouse, o se hace el cool saludando al estilo trekkie. Solo así se explica que puedan intercalarse capítulos cuyo argumento gira en torno a esa duda universal de por qué Obi-Wan dijo aquello de que «la altura es una ventaja» con otros que, ya desde su título (Say Goodbye to Daisy Miller), replicaban novelas de Henry James sin convertirlo todo en un pastiche carente de sentido.
De las muchas cosas que nos pudo enseñar Las chicas Gilmore es lo ridículo que resulta imponerle a nadie qué despreciar y con qué disfrutar.
Cada capítulo, cada diálogo, estimulaba una zona muy concreta, cerebral
o emocional, y no había por qué rendirse a todas ellas. Lo mismo era
aplicable a sus diferentes historias, subtramas y argumentos. Para quien
suscribe, la serie resplandeció especialmente en su tratamiento de las
relaciones de amistad, en su inspección de lo que supone la madurez y
los agrio de los distanciamientos y las expectativas. Pero también hay
un par de historias de pareja que para muchos son aún insuperables, una
droga de una pureza máxima.
¿Es perfecta? No, pero produce esa ilusión. Ninguna lista de series canónicas o eruditas incluiría Las chicas Gilmore en ella, y a la vez, la revista TIME la encumbra entre las mejores cien series de la historia. Pero dan igual ambas cosas. Al final, hablar de Las chicas Gilmore es hacer un elogio de la serie bonita. Y verla con hambre, una sádica tortura medieval.
Volveremos
a Stars Hollow en pocos días. Rory nos dejó para irse a hacer un
seguimiento de (por entonces) un desconocido congresista llamado Barack, exponiendo con profética precisión por qué Hillary Clinton
jamás sería la primera presidenta de Estados Unidos. Ahora regresa, y
el único lamento posible es que la temporada se rodase antes del Trumpazo. Porque seguro que dos Lorelai y una Emily tenían mucho que decir al respecto".
Bárbara Ayuso
Jot Down
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