QUE LEER CUANDO SE HA LEIDO TODO








No me escandalizo cuando una persona de mi edad me confiesa, con una nota de vergüenza, que no ha leído a los clásicos. A quien se indigne, que alguna deidad piadosa le conserve la inocencia, la furia y la ceguera. Yo, por mi parte, les envidio: como una espía clandestina, imagino la experiencia de leer por primera vez Hamlet, o La Odisea, cuando se es adulto, en el momento en el que puede dejar un trazo vital similar al que delata a las lágrimas en un rostro sucio.

Sin duda, conocemos las historias: Ulises, de isla en isla, pobló una serie galáctica de dibujos animados en nuestra niñez. Hamlet se nos ha aparecido, encarnado en distintos actores, con la misma obstinación con la que le perseguía a él el fantasma de su padre. Serían capaces de recitar versos sueltos de La vida es sueño, o de Fuenteovejuna. Sin embargo, aún no han llegado al texto, que permanece oculto, accesible, remoto, en libros de sobra conocidos.

La relación de mi generación con la lectura diverge radicalmente de la que sus abuelos tuvieron con los clásicos de su momento. Ellos, la minoría privilegiada a la que se le permitía, leían la historia en Galdós, sesgada en Los episodios nacionales, retratada en un espejo terso y costumbrista en Fortunata y Jacinta. Existía un sentimiento de seriedad, de afirmación y orden, en esos textos. La vida, regulada por normas estrictas y terribles, se confirmaba con la minuciosidad de las descripciones, y la constatación de las clases sociales.

Sus padres, la generación babyboomer, jóvenes durante los años 60, renegaron de clásicos, y tomaron como referencia una obra novedosa de autores que murieron jóvenes: En el camino, de Jack Kerouac, entrecortaba el aliento con su prosa rítmica y con la descripción de unas emociones a las que aún no se daba nombre: el desengaño vital, el hastío de una existencia agostada antes de iniciarse, los análisis de conciencia al mismo tiempo exhaustivos y mentirosos. Llegó Rayuela, como un intento literario de rasgar lo real para descomponer una vida que se sabía ya podrida.

Frente a ellos, los jóvenes mileuristas no sufren: se aburren. No admiran el libro como si fuera un milagro: han crecido rodeados de ellos, forzados a analizarlos, o a resumirlos. Con ellos compiten otros modos maravillosos de transmitir historias: el móvil, la televisión, la publicidad, Internet. Inmediatos, vistosos, con los mismos argumentos que los clásicos, contados y pervertidos incontables veces. Quien no disfrutó en su momento de un profesor inolvidable, habrá arañado la superficie de los clásicos con la convicción de que nada dicen, de que los nombres, la trama y un tinte de cultura general ha bastado para sobrevivir.

Pero para la mayoría de esta generación pobre, necesitada de referentes, y con una compulsiva exigencia de identificarse con las historias que le cuentan, aún le aguarda la sorpresa de la lectura. Son afortunados. Esa vida paralela, infinita, larga como las horas del día, aún espera a ser iniciada. Ya sin presiones ni nada que demostrar, qué maravillosa experiencia ha de ser abrir los ojos a ella. Los clásicos se encuentran en cualquier librería, por poco dinero, o incluso de manera gratuita, como respuesta sonriente a la demanda de cultura libre de cargas que protagonizan. Nunca hará falta recargar un libro, ni sustituirlo por un modelo nuevo. El libro que llega, difícilmente se va: como sobre el pan aún fresco, sobre los libros perdura el tabú de la conservación. No se tiran libros, quizás porque durante demasiado tiempo se destruyeron mirando hacia otro lado.

El fanfarrón Ulises, el buscavidas ingenioso, sabe de Internet más que cualquier navegante: de pantalla en pantalla, descifrando contraseñas, idea un videojuego de acción, con maravillosas mujeres de novela negra: las sirenas pérfidas dejan paso a la perversa Circe: Odiseo, de regreso a su mísera Ítaca, nos prepara para la crisis de los 40, para los relatos de las aventuras pasadas entre viajes y amoríos. Nosotros, treintañeros desconcertados, somos Ulises superviviente de Troya, treintañero también, harto de batallas, pero no de experiencias. Somos Penélopes que hacen camas y cocinan cenas para que el trabajo se deshaga durante la noche y haya que comenzar de nuevo. A la espera, ¿a la espera de qué? De encontrar el amor que se intuyó en la juventud. Del regreso al lugar que llamamos casa, que en realidad sólo se encuentra en el pasado.

Treinta años cuenta también Hamlet, el eterno aspirante, el estudiante resentido, cuyas bromas sólo comprenden del todo sus amigos de universidad. Como el Segismundo de La vida es sueño, como el estudiante Raskolnikov de Crimen y castigo, es un ser al límite, al que su inteligencia y su sensibilidad estorban. No saben distinguir entre lo que viven, lo que sueñan y lo que les conviene. Pobres príncipes, sin poder alguno, en manos de consejeros y jefes de empresa, impacientes por un destino que se les prometió y que no comprenden por qué, de pronto, cambia. Familias disfuncionales, madres pasionales y padres enemigos y exigentes, y casi siempre hijos únicos. Mimados, torturados. Imposible no enamorarse de Hamlet. Es la semilla que llevamos dentro, a la espera de un florecimiento. El danés nos alerta de que es muy posible terminar mal si se espera demasiado, si la teoría sirve sólo para destrozar la cabeza y los ánimos y la acción para arremeter contra quien se encuentra alrededor.

Otra Hamlet misteriosa, contradictoria, es la linda Catherine en Cumbres borrascosas. Su amor por lo oscuro, por quien le hace daño, como las rocas que no se ven bajo las flores, le resulta destructivo e imprescindible. Es su única franja de libertad. En sus emociones no manda nadie.

Envidio descubrirlos de nuevo; el deslumbramiento primero, la certeza de que nos cuentan lo que somos, lo que seremos, que nos hablan seres sabios, muertos y generosos. Envidio ese paso, que yo di cuando no era consciente de acometerlo. Los veo acercarse a los libros con recelo, a la espera de que los convenzan. Con los rostros sucios, a la espera de las lágrimas.

Espido Freire




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